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En la frontera del deseo: El lenguaje en The Revenant

  • Alejandro Sánchez
  • 18 feb 2016
  • 6 Min. de lectura

En The Revenant, el lenguaje y el deseo juegan un papel fundamental. Llevándonos a las profundidades de la naturaleza humana, la película nos hace caminar en los terrenos del deseo, en donde las fronteras del individuo se tornan borrosas, confluyendo y chocando con la realidad mediante un lenguaje que nace de la soledad y el sufrimiento.


Es en este viaje sobre la frontera del deseo, en donde se encuentran las bendiciones y las maldiciones de la condición humana, que la película cobra un sentido alegórico.


The Revenant puede ser burdamente traducido como: una persona que regresa. Si bien, al no existir una traducción literal de esa palabra, en español fue titulada El Renacido (título que me parece bastante atractivo considerando las alternativas), es importante no perder de vista que el acento está en el retornar, más que en el nacer y el morir. Se trata en sí de regresar de lo natural a lo humano; brecha que solamente puede ser franqueada por medio del lenguaje.


El lenguaje es, en verdad, algo muy curioso. Por un lado, nos abre las puertas a una dimensión inmensamente magnífica, una a la que muy pocos seres en este mundo podemos accesar. Y por otro, nos mantiene separados, a una distancia inconmensurablemente cerca, de lo real.


Nosotros, seres humanos, seres parlantes, somos como el sediento Tántalo tratando de alcanzar el agua del río que eternamente se aparta de nuestras manos. Con la diferencia de que, por fortuna, nuestra maldición es doble. Estamos constantemente atrapados entre lo que no podemos explicar con palabras, aquello que escapa a la abstracción; y lo que no podemos experimentar del todo, realmente, sin mediación, aquello que sólo puede aprehenderse a través de la representación.


Divididos entre las aguas de lo real (lo que no puede expresarse como lenguaje) y de lo simbólico (lo que es construido a partir del lenguaje), fluyendo y huyendo a cada instante a nuestro alrededor, nuestra sed es insaciable.


Es en esta frontera entre lo real y lo simbólico en la que habitamos. En la frontera que nos sigue a todos lados sin importar a dónde vayamos; la que no puede ser trazada en un mapa porque se encuentra en todas partes. Es en esta frontera en la que The Revenant se desenvuelve.


El personaje principal, de nombre Hugh Glass, se encuentra atrapado entre dos mundos: el colonizador y el nativo; lo civilizado y lo salvaje; el pasado y el futuro; el sueño y la realidad; la palabra y la ausencia de palabra.


Empieza con un conflicto bastante pragmático, estando en la línea de choque entre dos culturas que se aborrecen mutuamente. Las raíces que ha echado mediante su unión con una nativa americana, y su innegable ascendencia anglosajona, dentro de un contexto histórico marcado por el conflicto bélico, lo ponen en una posición muy delicada en la cual elegir entre un mundo u otro resulta prácticamente imposible, precisamente porque no hay claras líneas divisorias. Todo es difuso.


Su mundo está siendo tragado por su otro mundo; el progreso (colonizador) arrasa con todo. Su mundo ha sido infectado por el otro; la tradición (nativa) no puede desarraigarse, y la sangre no desaparece, aunque sea derramada. El es el árbol y el viento; el que arrasa y el que está siendo arrasado.


Es desde este punto de partida que se introduce, de pronto, en una brecha aún más grande, en territorios olvidados. La naturaleza lo desgarra (de una manera bastante gráfica, debo decir) y se apropia de él. Lentamente la civilización lo abandona. Uno a uno, todo lo humano se va. Su voz, su palabra desaparece en el bosque mítico del olvido. Ahora se encuentra cara a cara con lo verdaderamente salvaje. Sus pasos deben atravesar el peligroso dominio de lo natural si es que desea regresar al “mundo de los vivos”. Y éste es, precisamente, el meollo del asunto: el deseo.


Es el deseo lo que nos impulsa, lo que nos remite, lo que nos regresa a la palabra, a lo humano. El deseo es nuestra bendita maldición. La bendición es que no nos deja morir; nos da fuerza para seguir adelante una y otra vez, para no rendirnos, para atravesar todos los bosques que se nos pongan por delante. Y la maldición es que no nos deja morir; nos obliga a seguir adelante una y otra vez, nos esclaviza, nos condena a una búsqueda sin fin, implacable e inmisericorde. Bien decía Lacan que lo único que nos permite soportar la vida es el conocimiento de que algún día vamos a morir. (Viene a la mente la figura literaria del vampiro, condenado al suplicio de la vida eterna).


Es en esta encrucijada en la que se encuentra el personaje, le ha sido otorgada la bendición de poder llevar a cabo su venganza, pero también la maldición de tener que sufrir cuanto sea necesario para lograrlo. Lo que es lo mismo a decir que el personaje se mueve en los terrenos del deseo.


Cuando el trampero Hugh Glass es abandonado en el bosque al borde de la muerte, se encuentra completamente aislado de todo. Es en este abandono donde lo único que permanece, lo único que lo conecta con el mundo es la ausencia de la esposa y del hijo, y el deseo de venganza.


El sentir de manera tan brutal esta falta (simbólica), lo lleva al límite de su realidad; en otras palabras, el reclamo del deseo de venganza es lo único que sobrevive en él. Este exceso del deseo le permite y le pide una “desmesura del esfuerzo que persiste más allá de la vida y la muerte”. Este esfuerzo impresionante que lo lleva a soportarlo todo, que no lo deja morir a pesar de todas las tribulaciones. Es en este sentido que el atravesar el bosque se convierte en una metáfora de la acción de “atravesar la fantasía”, en un sentido lacaniano. Se le revela la frontera del mundo, el límite de la realidad, y en ese ámbito borroso observa mucho más claro que nunca. Un deseo, una pulsión, un objetivo: venganza.


Así regresa a este mundo, como un espectro totalmente compelido por una búsqueda abrumadora de venganza. Y regresa a través de la palabra, plasmándola en las rocas, en la naturaleza misma. Articulando el pensamiento que rige todo su ser: “Fitzgerald mató a mi hijo”. Las palabras le dan forma al hecho, sujetándolo y encauzándolo en un deseo que lo domina todo. De esta manera se traslada aquel instinto animal y burdo de protección, que tiene su eco en el comportamiento agresivo de la osa procurando la seguridad de sus oseznos, a la dimensión humana que lo aparta de toda lógica y a la vez lo carga de sentido, ignorando la causa y el efecto, de tal forma que la venganza se transforma en un requerimiento ético, en una obligación, a pesar de saber que nada pueda traer de vuelta a su hijo.


Poco a poco reconecta el lado animal con su lado humano y recupera la voz. Ahora puede compartir la carga, y la sociedad renace. El nativo que le da de comer y le informa, como si fuera algo inevitable, que cabalgará junto con él, es la demostración de que con el lenguaje, la sociedad humana es precisamente eso: inevitable. Cada uno con su falta, cada cuál con su deseo, cabalgan juntos.


Pero, ¿qué será del espectro que ha logrado hacer lo que lo trajo de vuelta a este mundo? Nosotros dejamos a Hugh Glass, una vez vengada la muerte del hijo, viendo directamente hacia nosotros a través de la pantalla, justo después de haber observado en una ensoñación el llamado a seguir adelante de su esposa, fungiendo como una representación del deseo. Ya no hay nada más que hacer, la misión ha sido cumplida; pero el llamado jamás cesa, lo obliga a seguir caminando hacia el fin del mundo. El deseo nunca muere, por lo menos no antes que él. Y él es el árbol que resiste, que jamás se rinde, el que el recuerdo de su esposa incita a seguir soportando el impetuoso clamor del viento. El es el árbol bendito. El es el árbol maldito.


Esta mirada irónica de angustia, que al no encontrar compasión en ninguna parte la busca en nosotros que no existimos, nos habla del yugo del deseo que aún se posa en él, y que lo llevará a seguir adelante, vagando por siempre en busca de una paz que jamás encontrará en esa frontera en la que habita. Un ataque de oso, desmembramientos, heridas de balas, cuchillos, flechas, y a pesar de todo, lo más brutal de la película es la presencia del deseo.


La historia no termina. Somos nosotros los que lo dejamos solo a la mitad del camino, abandonado de nuevo en el bosque. Fade to black. Y lo último que vemos antes de cerrar los ojos es su mirada fija, buscándonos.



ALEJANDRO SÁNCHEZ es tijuanense de pensamiento, palabra, obra y omisión; ha sido agraciado al no existir en el centro del universo. Sobrevivió a la Universidad Autónoma de Baja California, egresando más social y más humano. Aficionado de todo aquello que haga perder el tiempo. Ha leído cosas interesantes, y escrito cosas sin importancia. Espera ansiosamente el advenimiento de los cyborgs.

 
 
 

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