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Un adiós a Umberto Eco

  • Alejandro Sánchez
  • 14 abr 2016
  • 7 Min. de lectura

Recientemente acaba de fallecer una de las mentes más brillantes de nuestros tiempos: el escritor y filósofo italiano, Umberto Eco.


Cuando se habla de mentes brillantes uno instintivamente piensa en gente como Albert Einstein, Isaac Newton o Russell Crowe; pero esta mente en particular no se dedicó a la ciencia, sino más bien a ese pequeño ámbito que es todo lo que sale de la boca (y de la pluma) del ser humano.


Todo discurso humano, desde la grandilocuencia política que marcó época hasta la pequeña charla en las graderías del estadio de fútbol, se rindió ante su implacable análisis lógico.


Fue un hombre de letras, de pies a cabeza, y pasó del serio trabajo teórico de la comunicación a escribir novelas históricas de ficción como si de un mero capricho se tratara. Se esperó hasta los 48 años para escribir su primer novela: “El nombre de la rosa”, y desde entonces el mundo entero no podía esperar para que saliera su próxima obra.


Ya sea en un tratado de semiótica o en una de sus novelas, él escribía siempre como Umberto Eco; es decir, en cualquier escrito, independientemente de su naturaleza, se identificaba inconfundiblemente su voz, su humor, su forma tan sencilla de hablar de temas terriblemente complicados. Todo lo que escribió se encuentra empapado del gran conocimiento filosófico, artístico y académico que fue recolectando a lo largo de su vida, y presentado con una claridad rayando en lo humorístico. Esa fue una de sus mayores virtudes, creo que la primera que me llamó la atención de él: hablaba de las cosas, especialmente de las importantes, como si realmente no importaran; como si uno pudiera interrumpirlo a la mitad de la frase más interesante jamás dicha, y él seguiría con gusto la plática desviada, desprendiéndose sin problema de aquella perla de sabiduría que acabaría perdiéndose eternamente en el olvido.



Y es que, en verdad, él podría seguir prácticamente cualquier plática. Poco era de lo que no tuviera conocimiento, y aún menos lo que no le interesara. Incluso al fútbol, el cual no le despertaba en lo particular interés alguno, lo observó a partir de sus recuerdos de la infancia como un microcosmos de la sociedad humana, llegando a la conclusión de que las reglas que rigen el comportamiento humano son las que le dan sentido a nuestro existir social, y como ninguna de ellas existe realmente puesto que son fabricaciones, no hay nada fuera de nosotros, ni siquiera un dios, que le pueda otorgar un propósito a cualquier cosa que hagamos.


De una cancha de fútbol al “Dios no existe”; realmente hay que tener una mente privilegiada para hacer asociaciones como ésta.


Si la etiqueta de Biblioteca Andante debe otorgarse a una sola persona, ésta debería de haber sido Umberto Eco. Su mente era como aquella biblioteca inmensa que tenía en su casa, con la cual le gustaba intimidar a la gente que le preguntaba si había leído todos esos libros con la mentira de que esos eran únicamente los que todavía no había podido leer, y que los que ya había terminado los mandaba a un almacén aún más grande.


Para él, el conocimiento y los libros se encuentran íntimamente ligados, como si uno fuese el signo del otro. Todo conocimiento, por más ínfimo que parezca, debe ser valorado por sí mismo y celosamente guardado hasta el momento en que se vuelva necesario, si es que el momento llega. Bajo esta visión de no segregación entre una ‘alta’ y una ‘baja’ cultura, el llegó a nombrar tanto a Tomás Aquino como a Mickey Mouse como sus mayores influencias en su formación. Y toda esa amplia gama de conocimiento se convirtió en su arsenal de por vida.


Alguien una vez me dijo sorprendido, al leer una página de un libro de Eco, que jamás había visto tantas comas antes de un punto y seguido. Ese era Umberto Eco: tenía tanto que decir que sus enunciados se estiraban a todo un párrafo. Las ideas eran complejas, pero acomodadas de la manera más sencilla y elegante posible.


Desde la Edad Media hasta el nuevo rol del periódico en el mundo del periodismo digital, Umberto Eco recorrió los bosques de la cultura y se dedicó a hacer los mapas más elaborados para que el que quiera pueda seguir el camino.


Dejaré de hablar de Umberto Eco, pues él mismo ya lo ha hecho magistralmente, plasmando pequeños esbozos de una preciosa honestidad sobre su historia personal en distintos ensayos y en distintos personajes. En su lugar, hablaré sobre lo que Umberto Eco significó para mí.


Cuando era pequeño, tropecé con infinidad de libros en mi búsqueda para descubrir y definir mis gustos y disgustos. La primera voz que me llamó de manera clara y contundente fue la de Eco. (Este sería un buen lugar para un chiste sobre el eco de su voz, pero creo que ya tuvo demasiados de esos en vida como para que también lo sigan al más allá).


Nunca había encontrado a alguien que escribiera de manera tan afín a como yo pensaba, de tal forma que paseaba por sus letras casi naturalmente. No me malinterpreten, en ese entonces no entendía casi nada de lo que leía (el libro con el cual conocía a Eco fue “El Péndulo de Foucault”), pero sabía que allí había algo por lo que valía la pena esperar y releer hasta alcanzarlo. Había encontrado un camino por recorrer.


Así crecí, leyendo y releyendo a Eco; esperando que publicara su siguiente novela, y recorriendo sus bosques de no ficción mientras tanto. Como estudiante de comunicación también le presté mucha atención a sus escritos de semiótica y a sus ensayos en los que hablaba de la sociedad en todas sus facetas, desde las características de la lucha ideológica en las organizaciones terroristas hasta las implicaciones socioculturales que salen a la luz al viajar con un salmón en la maleta.


Es extraño saber que ya no escribirá más. Hasta hace un mes, y desde hace casi veinte años, había estado viviendo de novela en novela, albergando la esperanza de una nueva. Y Umberto Eco cumplió hasta el fin, falleciendo a menos del año de publicar la última: “Número Cero”. Ahora esa esperanza ha acallado, y ya jamás despertará.


Sin embargo, no puedo decir que haya caído como una sorpresa, después de todo había estado varios años con el pendiente tras enterarme que el buen Umberto, a sus casi ochenta años, seguía fumando dos cajetillas diarias. En algún momento llegó a cruzar por mi mente la idea de recolectar firmas en una petición para que abandonara el tabaco, y enviársela junto con una carta urgiéndolo para que recapacitara y desistiera de su hábito por el bien de todos. Nunca lo hice. Y tal vez haya algún remordimiento allí. Pero, ¿qué se le va a hacer? Cuando un genio tiene sus costumbres, y aquí estamos hablando de casi un siglo de ellas, es mejor apartarse y dejarlo ser.


Dicen que los mejores mueren jóvenes. Supongo que esto no aplica para Eco, por poquito. La verdad es que él no era el mejor, pero vaya que sí el más inteligente. No puedo decir que sea el escritor más talentoso que haya pisado esta tierra, mas de lo que sí estoy seguro es que es mi escritor favorito.


Así son estas cosas de la literatura (y del cine, y la pintura, y la fotografía, y las mujeres, y los hombres…), uno puede apreciar la perfección sin enamorarse de ella, y de igual manera, quedar encantado por esas fallas que le recuerdan a uno las propias o las que le hacen falta. Y así ha sido para mí desde niño, quedando incluso como un hito en mi historia, con su libro “Baudolino” ocupando el lugar de honor como lo único que he robado en toda mi vida (y espero que permanezca así en solitario hasta que ésta se me acabe).


Hablando de fallas, el filósofo esloveno Slavoj Žižek, alguna vez dijo de Umberto Eco que era un escritor que hacía novelas muy buenas que terminaban mal. Sinceramente pienso que Žižek nunca lo entendió; no se trata de finales malos, sino de finales no grandiosos, antidramáticos.


Sus novelas son en verdad grandiosas, tanto en forma como en contenido, y por esta razón sus finales pueden parecer comparativamente diluidos en cuestión de contenido, de impacto dramático, mas esto no se debe a una falla técnica, a un aflojar de las ideas, más bien creo que se debe a la forma de Umberto Eco de entender la vida.


Sus finales son súbitos y tranquilos, como un atardecer, como la vida misma. Siempre supo (hacer a sus personajes) dar un paso atrás y reflexionar sobre el camino recorrido para tratar de entender esa pequeña idea que en su mente es la más importante de todas, que el conocimiento nunca es completo; que lo más precioso de la vida es eso que no tiene explicación y no puede entenderse; que las historias, incluyendo la propia, jamás tienen una conclusión clara y definitiva.

Justo de esa forma llegó su final, apaciblemente en su hogar a los 84 años, después de una vida grandiosa en la que dijo más de lo que muchos de nosotros diremos juntos. Se ha ido, como un atardecer, mas su luz aún nos llegará a través de la infinidad de escritos y novelas que dejó atrás. De esta forma, como toda mente brillante que ha pasado por la Historia, siempre lo tendremos muy cerca.


Debería estar en paz. He comprendido, como uno de sus personajes, como Umberto mismo. ¿Dónde he leído que en el momento final sabemos todo, por qué hemos nacido, por qué estamos muriendo, y que todo podría haber sido distinto? Somos sabios. Pero la mayor sabiduría consiste en saber que lo hemos sabido demasiado tarde. Comprendemos todo cuando ya no hay nada que comprender.


La certeza de que no había nada que comprender, después de una vida entera de buscar la belleza dentro y fuera del conocimiento, esa debió de ser, al final, su paz y su triunfo.

He comprendido. Debería estar en paz.

Y sin embargo duele.


Lo mejor es quedarse aquí, entre sus bosques de letras, y esperar.


Es tan hermoso.


P.d. Yo no he escrito esto. Es puro Eco.






ALEJANDRO SÁNCHEZ es tijuanense de pensamiento, palabra, obra y omisión; ha sido agraciado al no existir en el centro del universo. Sobrevivió a la Universidad Autónoma de Baja California, egresando más social y más humano. Aficionado de todo aquello que haga perder el tiempo. Ha leído cosas interesantes, y escrito cosas sin importancia. Espera ansiosamente el advenimiento de los cyborgs.

 
 
 

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