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Sigur Rós, canciones de hielo y fuego

  • Alex Sánchez
  • 7 may 2016
  • 7 Min. de lectura

Tenía unos dieciocho años aquella tarde de verano, cuando algo muy emocionante estaba a punto de suceder. La banda más extranjera del mundo, Sigur Rós, iba a arribar al día siguiente desde aquel pequeño punto del mapa conocido como Islandia.


El ambiente estaba puesto, y el pueblo dispuesto. Los boletos se habían agotado semanas atrás y la emoción incrementaba al irse desvaneciendo las horas de la cuenta regresiva. Para aquéllos que íbamos a abarrotar el viejo MultiKulti (antiguo escenario musical en el lugar del aun más antiguo cine Bujazán) la silueta de Jónsi tocando la guitarra con un arco de violín ya quemaba nuestras retinas.


Era justamente cosas como esas, tocar una guitarra eléctrica con un arco de violín, las que le daban a Sigur Rós un sonido extraño, diferente y sumamente inventivo.


He escuchado a la gente decir que Lionel Messi es un extraterrestre por su habilidad de jugar fútbol, que Stephen King tiene que ser de otro mundo por la increíble cantidad de novelas que ha escrito (55 y contando). Obviamente se trata de hipérboles, pero al hablar de Sigur Ros ya no estaría tan seguro de desestimar la afirmación de que lo que tocan es verdaderamente música extraterrestre.


No he tenido la fortuna de estar en Islandia, pero cada vez que me topo con alguien que haya visitado la isla lo interrogo hasta el punto de enfadarlo, y lo que me han contado todos y cada uno de ellos es que Islandia es como nada que jamás hayan visto antes. Los paisajes, el ambiente, las sensaciones no son de este mundo, según cuentan, y eso influye en cómo los habitantes de la isla experimentan la vida.


Cómo los días van pasando, las sensaciones en la calle, los olores de la tierra, todo eso lentamente se va haciendo parte de ellos, coloreándolos y afinándolos.


La tierra de hielo y fuego, donde una de las cadenas volcánicas más activas del planeta converge con el característico horizonte congelado de las zonas árticas, se transforma en canciones de hielo y fuego. Si a este territorio de extremos le añades una minúscula población de 300 mil habitantes con su propio lenguaje, y lo aíslas con mil kilómetros de océano, tienes un mundo fuera de este mundo.


Entonces, no es tan difícil comprender por qué Sigur Rós nos habla en un lenguaje musical tan extraño. La vida en Islandia es distinta a cualquier otro lugar y, tal como se dice que el cine europeo es más lento en comparación con el americano precisamente porque el ritmo de vida es más lento, eso tiene algo que ver con que la música de Sigur Rós sea distinta a cualquiera que haya escuchado.


Regresando a la historia de aquella tarde de verano, lamentablemente la desgracia no nos dejó recibir a estos extraterrestres en nuestra ciudad. En esas fechas la inseguridad en Tijuana avanzaba rampante. Noticias de ello llegaron a los oídos de Sigur Rós, y Sigur Rós ya no llegó a nuestros oídos. “No hay problema”, han de haber dicho, “sigamos manejando un rato. Adelantito hay una ciudad más bonita que se llama San Diego.” En islandés, obviamente.


Así fue cómo, en vez de llegar a Tijuana, se fueron al otro lado. Y tocaron, y cantaron, y fueron felices por un día. Sigur Rós rió, el gringo rió, y nosotros lloramos. No hay necesidad de decir que estoy pintando un drama donde no lo hubo. Fácilmente pudimos tomar el dinero que nos regresaron y gastar un poco más para verlos en San Diego. Sin embargo, algo de sentimiento quedó de todo esto.


Recientemente le pregunté a un primo por qué no hicimos exactamente eso. Después de un momento de tensa calma, como ese que hay en las telenovelas antes de que el malo haga la asombrosa revelación de que él también tiene sentimientos, me respondió lacónicamente: “Después de lo que hicieron, no me quedaron ganas de verlos.”


Tuvieron que pasar más de 7 años, pero las ganas regresaron finalmente. Allá iremos, a San Diego, para ver a Sigur Rós este 23 de Septiembre.


Aprovecho que estamos en el momento de las revelaciones para confesar que escribo esto básicamente como una excusa para escuchar a Sigur Rós todo el día sin sentir que lo he desperdiciado. No que la necesite realmente, de todas formas me la pasaría escuchándolos, pero es bueno pensar que hay una ganancia secundaria de todo esto.


Así que déjenme cambiar de disco, y sigamos.


En cuanto a la relación del ambiente con la música, debo decir que eso me ayuda un poco a entender por qué hay algo tan natural en la música de Sigur Rós. Sus sonidos electrónicos tienen un timbre muy orgánico que flota en ese famoso éter del que tanto se habla en la música minimalista, y al entrar en contacto con los sonidos acústicos, son bajados a tierra en armonía. Hielo y fuego. En veces lo acústico sirve de apoyo a lo electrónico, y otras veces es a la inversa.



Se la ha llamado a su música Post-rock, Dream Pop, Minimalista, Ambient-Proggresive Rock, y tantos otros; pero en mi opinión, el adjetivo que mejor los describe es: ecléctico. Con lo que quieran combinar ese adjetivo ya es decisión de ustedes.


Ciertamente, esta es una de las fortalezas musicales de Sigur Rós: a pesar de tener un sonido tan distintivo que podría fácilmente caer en lo monótono y repetitivo, continuamente añaden elementos nuevos y crean combinaciones fantásticas y extrañas (como esos volcanes rodeados de hielo), expandiendo sus límites con cada nuevo álbum, con cada canción.


El reino de Sigur Rós es más grande de lo que podría parecer en una primera pasada. Una caminata en sus páramos nos muestra una gran variedad de paisajes, empezando por su primer álbum Von, donde el tono preponderante es un tanto pesado y oscuro, mostrándonos una versión de los años ochenta de una dimensión paralela.


Pasando por el famoso ( ), una obra maestra del minimalismo melancólico en el cual no hay cabida para las interrupciones y la estructura se pierde en las líneas armoniosas que entretejen la voz de Jónsi y las notas sostenidas de los instrumentos, proporcionando una experiencia fluida y tristemente tranquila, como flotar en un estanque viendo las estrellas.

Sin dejar de lado el sugestivamente nombrado Með suð í eyrum við spilum endalaust (Con un zumbido en nuestros oídos tocamos eternamente), que desde el primer momento nos levanta, invitándonos a correr, bañados de sol, con un ritmo movido y alegre dominado por las percusiones y una guitarra acústica que nos marcan el paso cambiante, alternando de carrera festiva a serena caminata, entregándonos todo lo que nos promete la imagen de portada del disco.

Llegando finalmente a Kveikur, en el cual despliegan un sonido más industrial, creando una atmósfera encantadoramente amenazante regida por la contraposición conflictiva entre los timbres electrónicos distorsionados y los melódicos, dando un poco más de estructura a las canciones al jugar con los cambios de ritmo como si de olas rompiendo se trataran, la cual encuentra su expresión más completa en la joya de Ísjaki.


Una de las tantas razones por las que me encanta Sigur Rós, es que nosotros tenemos la fortuna de no entender lo que Jónsi canta. Sin la distracción de las palabras podemos perdernos de manera más fácil en el ambiente que nos rodea de pies a cabeza, llenándolo lentamente todo hasta formar un inmenso océano que nos mece con sus mareas. La voz se nos presenta, sin un esfuerzo de abstracción de nuestra parte, como si de otro instrumento más se tratara, mezclándose armoniosamente con el todo, sin afán alguno de seguir o ser seguido. Aún más importante es el hecho de que sin un sentido comprensible cada quién es libre de otorgarle uno propio; o mejor dicho, de apropiarse del sentido de la música.


En lo personal, Sigur Rós me habla de aquella época que ya no recuerdo; de cuando era lo suficientemente pequeño como para ser bañado en el lavadero por mi abuela; de cuando las horas del verano parecían durar por siempre. Me cuenta historias que he escuchado toda mi vida, historias que no existen y que no se van; historias sobre lo que pienso que alguna vez fui, y sobre lo que espero que sea mi muerte.


La discografía de Sigur Rós es un océano repleto de perlas, de momentos verdaderamente bellos que pintan más de mil imágenes, que mueven las fibras más sensibles del ser, como el falsetto de Jónsi en la canción Festival que se aparece como una línea de seguridad que se rompe de vez en cuando, dejándonos gozosamente desprotegidos en las profundidades oscuras del mar; o como el inicio de Untitled 1 (Vaka), en la cual las notas del piano se nos presentan como estrellas fugaces que interrumpen la inmensa tranquilidad del cielo.


Esas son mis imágenes, algunas de entre las miles. Y esta es precisamente la magia de música como la de Sigur Rós, al querer hablar de ella termino hablando de mí. En cada canción encuentro lo que soy, lo que no soy y lo que quisiera ser. Al menos por un segundo.


Este próximo concierto en San Diego me permite dibujar un círculo de 8 años en mi vida. Me veo a mí mismo esta tarde recordándome en aquélla. Y si me dejo pensar, quién sabe cuántas diferencias, cuántas pérdidas y cuántos secretos encuentre, Lo bueno es que Sigur Rós me deja pensar.


Ya no tengo dieciocho años, pero la vida me dice que aún quedan algunas tardes de verano, con todo y sus horas eternas… aunque sean en otoño.




ALEJANDRO SÁNCHEZ es Tijuanense de pensamiento, palabra, obra y omisión; ha sido agraciado al no existir en el centro del universo. Sobrevivió a la Universidad Autónoma de Baja California, egresando más social y más humano. Aficionado de todo aquello que haga perder el tiempo. Ha leído cosas interesantes, y escrito cosas sin importancia. Espera ansiosamente el advenimiento de los cyborgs.

 
 
 

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